Así lo llamábamos nosotros, los de la tropa de la libertad, la ilustración y el pensamiento en marcha. Así lo he llamado yo en el primer tuit escrito por mi mano tras su muerte. Era un dolor extremo el que la movía. ¿Debo aclarar que me refiero al filósofo Antonio Escohotado, fallecido en Ibiza hace unas horas?
Había vuelto allí como van los elefantes hacia su cementerio.
Decir que fuimos amigos es decir poco. Éramos compañeros del alma, compañeros, como de Ramón Sijé dijo Miguel Hernández en la elegía que le dedicó en El rayo que no cesa.
Esta columna es una esquela, y las esquelas se publican simultáneamente en distintos medios de información. Permítanme que haga algo que jamás he hecho: publicar una columna, la misma, en todas las cabeceras donde escribo e incluso en alguna donde habitualmente no lo hago. La filosofía es, por definición, universal, no admite particularismos, no se trocea, y Escohotado era, sigue siendo, uno de los grandes y escasos filósofos que a contrapelo de la irresistible ascensión de la trivialidad reinante prolongaba y ensanchaba la tarea de Aristóteles, de Hegel, de Hobbes, de Hume… De sus fuentes, de sus colegas, de sus maestros.
No hablo sólo de España; hablo del mundo. Su docencia era disidencia, como siempre lo es la alta filosofía. Escohotado saltó a la fama con su Historia general de las drogas y a la posteridad que ahora, quiéralo o no, le aguarda con los tres hercúleos volúmenes de Los enemigos del comercio. Es ésta una de las más colosales obras de filosofía de la historia que jamás se hayan escrito. Casi una enmienda a la totalidad del pensamiento progresista. Debería ser de lectura preceptiva en todos los centros de enseñanza. Yo, antes de que saliera su primer volumen, le aconsejé que lo llamara, parafraseando a Kant, Crítica de la razón roja. No me hizo caso. Sugiero ahora a la editorial Espasa que agrupe los tres tomos, más el apéndice formado por sus últimas y aún inéditas reflexiones, bajo ese título genérico. A tiempo están.
Pero no quiero glosar ni elogiar aquí, por más que elogio merezca y admiración, rayana en la estupefacción, suscite, el magisterio y la inmensa obra literaria, científica, jurídica, política, sociológica y filosófica que Escohotado nos deja en herencia contra la que nada podrá la segunda ley de la termodinámica, esa aguafiestas, sino recordar, celebrar y llorar al amigo, al compañero de tantas aventuras de letras y de armas vitales, psicoactivas y extracorporales… No tanto a Escohotado, sino a Escota, simplemente Escota.
Serán muchas las páginas que dedicaré a todas esas andanzas en el cuarto volumen, si llega, de mis Memorias, pero aquí voy a limitarme a reproducir lo que, con el título de Carta de un amigo ‒la enviaba él‒, escribí un martes del mes de marzo de 1990 en la revista Época. Fue esto:
«Llegó ayer por la tarde. Dice así:
Amados míos: la eternidad de belleza y de benevolencia, los torrentes de ternura, la lujuria sin prisa demorándose en sus lentos grados como una espiral entre la tierra y el cielo, la generosidad del alma, largueza nacida del espíritu que no conoce el miedo, del espíritu templado en lo más alto…
De ella, la pureza no forzada; de él, la serenidad desnuda. Y lo uno y lo otro desembocando, a veces, en el estupor del recién nacido.
Todos recién nacimos de aquella ebriedad.
Compartí eso con vosotros, y decir que estoy en deuda no roza la enormidad del hecho vivido. El hecho vivido es amor, confianza, admiración. Quizá, ante todo, es amor al espíritu y espíritu del amor.
Disponed de mí. Que Dios os bendiga.
Y, a pie de página, un nombre y un ser que voy a guardar bajo siete llaves maestras en el secreto de mi almario. Habíamos emprendido juntos un viaje sin fondo al fondo del misterio de la carne de los dioses.
Que entienda quien quiera, pueda, sepa y deba entender.
¡Oh, Quetzalcóatl!».
Aquel nombre, que entonces no quise revelar, era el de Escota, que hoy ya no está, pero es, sigue siendo, fundido ya en lo que él llamaba Absoluto.
Vuelvo a Miguel Hernández… «Tanto dolor se agrupa en mi costado / que por doler me duele hasta el aliento (…) ¡A las aladas almas del almendro de nata te requiero, / compañero del alma, compañero!».
Fernando Sánchez Dragó