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Dr. José Miguel Gaona: «En 2045 tal vez exista un holograma en el que podamos vivir eternamente»

[Entrevista publicada originalmente en Revista de Occidente, 420, Mayo 2016, pp. 91-116]

Doctor en Psiquiatría, científico heterodoxo, investigador de vanguardia en prestigiosas universidades norteamericanas, enemigo de la corrección política y rostro habitual en los platós de televisión, José Miguel Gaona publicó en 2012 Al otro lado del túnel (La esfera de los libros), un libro sobre Experiencias Cercanas a la Muerte (ECMs) que se convirtió en best-seller con más de 50.000 ejemplares vendidos y que es ya un clásico en esa materia. Ahora, tras tres años de investigaciones junto a especialistas de la talla científica de Persinger, Hameroff, Parnia, Moody o Greyson entre otros, publica El límite (La esfera de los libros), que ha agotado su primera edición en apenas un mes, donde aborda los misterios del cerebro y la naturaleza esquiva de la consciencia sin renunciar al escudriñamiento de la frontera de la muerte.

Entrevista al Dr. José Miguel GaonaEs un día soleado en el centro de Madrid. La puerta de la sala de espera se abre y en su umbral aparece el Dr. José Miguel Gaona, que me tiende la mano desde su estatura privilegiada y me conduce hasta su despacho en el primer piso. La estancia es luminosa, dominada por un alto ventanal a través del cual se vislumbra desde una perspectiva elevada la Puerta de Alcalá rodeada de tráfico rodado en un bucle sin fin. Parecería una Experiencia Cercana a la Muerte, pero en realidad nos encontramos en la clínica Neurosalus, cuya dirección ostenta nuestro entrevistado. Durante la conversación, sin embargo, aprenderé a desconfiar de lo que ven mis ojos, y la posibilidad de estar muerto en presencia de una imagen de mi subconsciente irá cobrando fuerza a medida que hablamos.

Javier Redondo Jordán

Eres un hombre misterioso. En tu página web ya avisas de que, lea lo que lea quien se interese por tu persona, «tan solo se acercará a una imagen borrosa de lo que esperas encontrar. Cada ser humano es difícil de percibir. Incluso por sí mismo». Esta entrevista pretende definir los contornos de esa «imagen borrosa», pero ¿por qué esa opacidad voluntaria?

―Por un lado me parece pretencioso poner demasiada información sobre uno mismo; por otro, la gente me conocerá no por cuestiones del corazón ni menos aún biográficas, sino por mi actividad profesional.

Sin embargo, eso alimenta mucho más la curiosidad. Si uno continúa buscando información, encuentra que en la biografía que ofreces en tu web personal sólo figuran un par de capítulos de tu infancia: descendiente de italianos, naciste en Bruselas (Bélgica) por causas políticas y a los pocos años emigraste a Chile.

―Mi familia materna era republicana. Mi abuelo era capitán de la República, de hecho fue uno de los responsables de abastecimiento en Madrid. Era impresor, una persona muy idealista, con no muchos estudios, pero con la cultura que tenían muchos republicanos de aquella época, que sabían administrarse el conocimiento a través de sus propias lecturas. Al acabar la guerra, parte de mi familia se vio obligada a emigrar a Bélgica. Yo nací en Bruselas por ese motivo.

Tu abuelo materno debió ser alguien importante en tu formación. Es, junto a tu abuela, la única persona a la que nombras en esa biografía.

―Sí. Me crié en un entorno muy familiar con mis abuelos. Mi madre se separó y más tarde volvió a casarse con un psiquiatra muy conocido en Chile, que había sido Premio Nacional de Literatura, un hombre muy bohemio. Quizá de ahí también me vienen los genes culturales. (Risas)

Entrevista al Dr. José Miguel Gaona

Tu abuelo fundó en Bruselas el Centro Cultural García Lorca, «imán para los numerosos españoles refugiados del régimen de Franco», según cuentas en la biografía de tu web.

―Sí, era el punto de encuentro de todos los republicanos exiliados en esa ciudad. Allí se celebraba la Noche de Reyes, por ejemplo, y otras fiestas españolas de toda la vida. Era gente muy orgullosa de su patria. No hay gente más española que la que emigra.

En el extranjero se exacerba todo.

―Sí. Me siento más español en Nueva York que en Madrid. Por ejemplo, cuando se celebra el mal llamado Columbus Day −el día de Colón−, me hierve la sangre ver el Empire State teñido con los colores de la bandera italiana el 12 de octubre. Además, durante la celebración pasan miles y miles de italianos reivindicando que su papel en la Conquista de América fue fundamental, cuando todos sabemos que, en efecto, Colón era genovés, pero tampoco es para tanto. (Risas)

Y unos años después, toda tu familia emigró a Chile.

―Emigramos a Chile como se hacía en aquellos años, como en las películas: en un barco de carga hasta Valparaíso. Un mes y medio aproximadamente duró la travesía. El capitán del barco era amigo de mi abuelo, por suerte, y el viaje se hizo más llevadero. Sin embargo, aquello constituyó para mí una experiencia muy marcada de mi infancia: llegar a Sudamérica a principios de los años 60 era como emigrar a Marte. Obviamente, no existía internet. Los vuelos no existían prácticamente. De hecho, en una ocasión anterior había viajado en avión a Chile y el vuelo, durante cuatro días con sus correspondientes noches −hoteles incluidos−, había recalado en África, Sudamérica… Aquello era lejísimos. La gente hoy en día no se puede imaginar lo extenso que era el mundo hace relativamente pocas décadas.

Si insisto tanto en la biografía que ofreces en tu web personal es porque, después de hablar de tu emigración a Chile, escribes: «Algunos os preguntaréis el porqué cuento esto, pero tiene mucho que ver con la formación de la personalidad: superar las adversidades forja la misma». ¿Qué ocurrió en Chile?

―Quizá lo vas viviendo desde que eres niño, pero te das cuenta cuando eres adulto. De repente, te parece lo más natural del mundo coger unos baúles −que curiosamente aún conservo en mi casa, para mí son un símbolo−, meterse en un barco y largarse a un país del que no tienes ninguna referencia. No te imaginas la sensación −aún la tengo a día de hoy en la cabeza− de llegar al puerto de Valparaíso, en este caso, de noche, ver toda la rada, con las luces, y saber que lo que tienes delante es un nuevo país donde vas a partir absolutamente de cero. A partir de ese momento, observas que tu familia tiene dificultades lógicas para encontrar una casa y ganarse la vida. No sé en aquella época, pero en España la gente piensa enseguida en subvenciones y en ayudas del Estado. Allí no había nada de eso. Al revés: había hostilidad hasta cierto punto. Entonces tienes que abrirte paso superando dificultades hasta extremos inimaginables. Y eso forja la personalidad. De alguna manera, te hace vivir lo difícil de una manera más normal, y por ende, para el resto de tu vida, las cosas que son extremadamente difíciles son las únicas que te llaman la atención.

Entrevista al Dr. José Miguel GaonaEl Dr. José Miguel Gaona, junto a Fernando Sánchez Dragó, durante el I Encuentro Eleusino en Castilfrío (julio 2013)

Se suele pensar que en Iberoamérica se cuenta con cierto trato de favor por ser español.

―En absoluto. En el colegio eres extranjero; en la calle eres extranjero. No puedes protestar; no puedes votar. Tienes que callarte. Si alzas la voz y notan tu acento, en algunas ocasiones, te dicen: «Cállate, español de mierda». Existe una confusión, yo creo, en la percepción que los españoles tienen de los sudamericanos. Hay una relación de amor y odio con España. Esto es quizá políticamente incorrecto, pero aquí creemos que al sudamericano, en general, se le cae la baba a la hora de relacionarse con España, cuando no es así. A mí, en el colegio me enseñaban que España era el enemigo, el país que dificultó la independencia, pero, claro, obvian otros factores muy importantes, como que aquellos criollos eran prácticamente españoles. Ni chilenos, ni peruanos ni argentinos. No existían las naciones: era un problema de impuestos. También aumentan la leyenda negra sobre la Conquista, olvidándose de que la práctica totalidad de quienes la critican se llaman Kirchner o Bachelet, que no tienen una gota de sangre de aquel entonces. Y un tercer factor que también obvian, que es tremendo: las guerras de pacificación comenzaron después de la independencia de cada uno de esos países, en las que invadían con más saña precisamente los lugares donde tenían su hábitat los aborígenes, y en algunos sitios como Chile o la Patagonia argentina, estos gobiernos tan criollos y tan patriotas daban recompensas a los colonos por el número de orejas cortadas ensartadas en alambres. De eso apenas se habla.

Como estudiante en prácticas estuviste en Cirugía Pediátrica en el Hospital Universitario, eres co-autor de Ser adolescente no es fácil (La esfera de los libros, 2006), dirigiste la revista Educar Bien. Niños y fuiste Asesor Técnico del Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid. La infancia y la formación de la personalidad parecen dos de tus principales intereses.

«Quien no cuida a sus niños, no cuida el futuro de su país»

―Sí, no hay nada más desvalido que un niño con el que se puede hacer prácticamente lo que uno quiera, en el mejor o en el peor de los sentidos. El mundo de la infancia me ha llamado siempre mucho la atención. En España mueren muchos niños y no se le da la importancia que merece. Por otro lado, también hay una dejadez de funciones por parte de padres, madres y tutores a la hora de educar a los futuros ciudadanos. Quien no cuida a sus niños, no cuida el futuro de su país, en definitiva.

Tuvo mucha repercusión aquella intervención tuya en el programa de Ana Rosa Quintana en el que sugeriste que los padres del menor que prendió fuego al pelo de una profesora en Barbate deberían darle una paliza. Terreno abonado para el trending topic.

«Los profesores sufren malos tratos y los padres muchas veces se vuelven cómplices de ese comportamiento»

―Como tantas otras anécdotas, aquel titular estaba sacado de contexto. Obviamente, lo dije en tono irónico, pero el menor, que no era tan niño, sino un adolescente crecidito de casi un metro noventa de estatura, había mandado a la Unidad de Cuidados Intensivos a una profesora después de agredirla, de quemarle el pelo, de provocarle quemaduras en el cuero cabelludo de tal profundidad que requirió su hospitalización, con el consiguiente trastorno por estrés postraumático debido a la agresión. No era un niño de cinco años, sino un pajarraco −lo puedo decir, aunque sea trending topic otra vez− de una edad a la que ya sabía perfectamente lo que hacía. Lo preocupante, y lo que originó aquel comentario en su momento, es que todo el mundo estuviese tan preocupado del adolescente en cuestión −que, subrayo de nuevo, no era ningún niño−, y esa profesora, una víctima que había sufrido muchísimos malos tratos previos por parte de ese individuo, apenas hubiera suscitado un comentario digno por parte de nadie. De ahí mi enfado. No podemos olvidar que existen niños psicópatas, y ese adolescente era representativo de un problema que hoy en día es internacional: los profesores sufren malos tratos y los padres muchas veces se vuelven cómplices de ese comportamiento. Y además, en este caso, la ley ampara a los verdugos, no a las víctimas.

Podemos seguirte la pista hasta España gracias a tu currículum: Médico, Licenciado de grado con “Sobresaliente”, Doctor en Medicina (“cum laude”) en la Cátedra de Psiquiatría por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Psiquiatría Forense. ¿Cuándo llegaste a España?

―Vine por primera vez a España para conocerla a los diecisiete años. Había vivido con anterioridad también en Montreal y en Nueva York. En Montreal había asistido a un colegio inglés, Saint-Joseph School, y vivía en un barrio francófono, así que tenía acceso a los dos idiomas a diario. Como había sacado muy buenas notas, me concedieron una beca para estudiar Medicina; pero cuando me instalé en España, al no coincidir el comienzo de curso en ambos países −en Sudamérica las clases terminan en diciembre−, en Madrid debía esperar hasta septiembre del año siguiente para matricularme. Por esas casualidades de la vida, en Córdoba me admitieron, lo que supuso una experiencia muy enriquecedora, porque en Córdoba, aparte de conocer Andalucía, trabajé con Castilla del Pino, que es uno de los psiquiatras y una de las mejores mentes pensantes que España ha tenido y que no se ha sabido valorar en su justa medida.

Un gran maestro.

―Castilla del Pino me abrió todo un mundo, no ya de cómo interpretar las enfermedades psiquiátricas, sino de cómo entender el pensamiento de las personas. Creo que ése es el pequeño o gran legado que dejó en mí, con toda la modestia del mundo. Recuerdo conversaciones que teníamos de vez en cuando, como por ejemplo la importancia del «no» frente al «sí». Para Castilla del Pino −y yo también lo creo así−, el «no» implica la reflexión y posterior negación, mientras que el «sí» muchas veces implica sólo asertividad, sin reflexión intermedia.

Entrevista al Dr. José Miguel GaonaEl «sí» es más pasivo.

―Exacto. Durante la carrera compaginaba Cirugía Pediátrica con mis estudios con Castilla del Pino, con quien hice el trabajo de fin de carrera. De hecho, el título fue algo así como «Trastornos psicológicos de los niños durante las operaciones pediátricas», que versaba sobre el abandono, el aislamiento, la ansiedad en la separación, etc. En aquel entonces creo que ayudé a concienciar, por lo menos en el departamento del Hospital Reina Sofía de Córdoba, de todos estos trastornos que sufrían los niños antes y después de entrar en el quirófano. Saqué buenas notas y me fui a Alemania siguiendo la rama de la Cirugía. Estuve en el departamento de Cirugía Cardiovascular de Göttingen, cerca de Hannover, una de las mejores universidades del mundo, y al cabo de tres años aproximadamente decidí que lo mío no era la Cirugía. Me ofrecieron una beca, una vez más, para estudiar Psiquiatría en la Complutense, y acabé con el profesor Alonso Fernández, con quien hice la especialidad en Psiquiatría Forense en la Escuela Profesional de Psiquiatría. Ahí ejercí la docencia, realicé el doctorado, que versó sobre la adicción a las drogas, y también hice un Máster en Psicología Médica.

Esa especialización te llevó a levantar una clínica privada, Neurosalus, en la que ahora mismo nos encontramos, que lleva treinta años funcionando como centro de rehabilitación residencial que trata adicciones de drogas y alcohol, entre otras, así como problemas psicológicos.

―El tema de las drogas me ha resultado siempre muy interesante, particularmente por las alteraciones que provoca en la consciencia, la forma como se vuelve a construir la realidad y cómo influye eso, a su vez, sobre el comportamiento. Es un banco de pruebas del ser humano.

Y de repente, te vas a la guerra. Fuiste responsable del área de salud mental en la guerra de Bosnia para la ONG “Médicos del Mundo”. No sé si habías tenido alguna experiencia previa en este sentido.

―Viví el golpe de Pinochet. De hecho, estaba en algunos grupos políticamente activos en Santiago, y muchas veces en primera línea. La inconsciencia de la adolescencia. Tenía quince, dieciséis, diecisiete años quizá. Yo he sido de ciencias toda la vida, y era el que más conocimientos técnicos tenía para hacer buenos cócteles molotov, o para saber que el serrín bien aplicado en la botella hace que se adhiera a la pintura de una pared, o para poner tubos de ensayo con ácido en el interior para que hiciera ignición sin necesidad de cerillas. Afortunadamente tengo la conciencia tranquila, gracias a Dios. De lo contrario tendría ahora pesadillas. No hubo, que yo sepa, ningún herido siquiera.

Entrevista al Dr. José Miguel Gaona

La guerra, sin embargo, va en serio.

―Sí. Bajo el paraguas del ACNUR, me fui a la guerra de Bosnia. Luego estuve en Kazajstán y en Ruanda. La guerra es otro banco de pruebas. Te das cuenta de cómo somos, para lo bueno y para lo malo. Cómo sale lo mejor y lo peor de cada uno. Situaciones totalmente esquizofrénicas. Recuerdo que conocí a un pediatra croata que a su vez era francotirador: trabajaba en el hospital por la mañana y por la tarde cogía el fusil. No puedo olvidar tampoco a los chicos que, en Metkovic, un pueblo croata limítrofe con Bosnia, se ponían un CD de Prince, cogían su Volkswagen Golf y se iban a pegar tiros a los musulmanes que se encontraban al otro lado, y por la noche volvían otra vez a tomar cervezas y contaban cómo les había ido el día. Situaciones surrealistas, como las que a veces aparecen en películas como Catch-22 o Apocalypse Now, pero allí te das cuenta de que en muchas ocasiones la realidad supera al cine.

Supongo que el cerebro, en esas situaciones, disocia la percepción de lo que sucede para proteger la estabilidad mental.

―Sí. Eres capaz de mantener una conversación banal en mitad de una ciudad sitiada como podía ser Mostar, mientras escuchabas los tiros y llovían cascotes. De hecho, ése era uno de los peligros del que advertían todos los veteranos: con la confianza, te acabas dejando abierto el chaleco antibalas y al final mueres por estar demasiado familiarizado con la violencia.

Cuentas en El límite que estuviste en Mozambique investigando acerca de una posible red de tráfico de órganos de niños cuyos cuerpos habían aparecido destripados en la selva. ¿Qué te llevó a África?

―Siempre me ha gustado conocer las cosas de primera mano, y por aquel entonces una congregación religiosa había denunciado que muchos niños desaparecían y sus órganos eran transportados a Sudáfrica, donde una serie de hospitales, a cambio de un incentivo monetario, los trasplantaba a sus receptores. La noticia dio la vuelta al mundo. Me pareció muy extraño, porque desde el punto de vista médico no es tan fácil, y más sacando los órganos como si abrieran una calabaza y la injertaran en otra planta. Tiene que haber histocompatibilidad, entre otros requisitos. Entonces tomé un avión a Sudáfrica y acabé en Nampula, una ciudad al norte de Mozambique, viendo in situ cómo ocurría todo esto. Y lo que descubrí, como era de esperar, era una historia totalmente enloquecida y turbia, en la que no existía ningún tipo de trasplante de órganos, sino que una serie de facciones políticas de extrema derecha y de izquierdas se habían enfrentado por unos terrenos. Unos colonos extranjeros se habían apropiado, nacionalizándolas, de unas tierras que codiciaba la Iglesia, y ésta había aprovechado para culpar a los colonos de haber matado a unos niños en esas tierras. Casualmente, eran colindantes con el aeropuerto, lo cual reforzaba la versión del supuesto transporte de órganos que la congregación religiosa esgrimía. Habían urdido una trama tremenda, muy interesante, como para escribir una novela completa. Tuve la precaución −y esto suena un poco como de película− de ir marcando muy discretamente con un GPS las supuestas tumbas de los niños dispersas por el campo que me habían enseñado, y al día siguiente por la noche, con un pico y una pala, fui a abrir las tumbas para comprobar si existían los cadáveres. Allí no había nada. Estaban totalmente vacías. Puse al descubierto esta trama. La realidad es que había unas cuantas monjas que tenían tejemanejes económicos hasta tal punto que, mientras yo estaba allí, enviaron a una supervisora desde la congregación de Brasil y apareció asesinada esa misma noche a martillazos en la cabeza. Finalmente, acabé detenido, pues las monjas tenían vínculos con la policía. Y gracias a varias circunstancias rocambolescas, pude escapar hacia Durban, en Sudáfrica, en un avión ruso y librarme de la justicia mozambiqueña.

En África suelen condenar a muerte por menos que eso.

―Con sinceridad, prefería no esperar a ver qué condena iba a caerme. De hecho, ciertas amistades de la ultraderecha portuguesa que yo conocía −la noticia de lo que yo estaba haciendo traspasó fronteras− me llamaron por teléfono advirtiéndome del peligro que en ese momento corría. A continuación, en Sudáfrica también me detuvieron por llevar equipo de grabación oculto, que está tipificado como delito, así que también tuve que escapar de Sudáfrica. (Risas)

Supongo que todas estas experiencias con la violencia te hicieron plantearte el sentido de la vida y, sobre todo, la muerte como objeto de estudio.

«La muerte me ha hecho ser tremendamente vital»

―Sí. Como médico, desgraciadamente he visto muchísima gente que se ha muerto; como psiquiatra, unos cuantos que se han suicidado; durante la época de drogas, lamentablemente, hubo toda una generación perdida en España. Apenas se ha hablado de ello, pero ha habido miles y miles de muertos, familias enteras que desaparecieron por la heroína, en particular. Muchas veces te llamaba un familiar para comunicarte que alguien con quien acababas de estar apenas media hora antes había muerto. Y la verdad es que eso te hace reflexionar, no tanto sobre la muerte, sino sobre el valor de la vida, y la muerte como espejo de ese final de la existencia. La muerte siempre me ha interesado, pero a mí particularmente no me ha hecho adoptar una actitud fúnebre, sino al revés, me ha hecho ser tremendamente vital. Nuestra sociedad occidental, tan materialista, como vive de espaldas a la muerte, la ignora por completo y en su subconsciente mucha gente cree que va a vivir eternamente.

Sólo se mueren los otros.

―Exacto. Lo más seguro es que ese deportivo le sobrevivirá a usted y tendrá otro propietario o acabará en un desguace, por lo que no es tan importante. Y esto me permite, personalmente, priorizar las cosas que hago en la vida.

Después de tres libros centrados en patologías propias de la modernidad −El síndrome de Eva. Manual práctico para mejorar la autoestima (La esfera de los libros, 2004) y Endorfinas: las hormonas de la felicidad (La esfera de los libros, 2007)−, aparte del ya mencionado sobre la adolescencia, ¿en qué momento comienzas a interesarte por las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECMs)?

―Me di cuenta de que, a pesar de que soy bastante vitalista, había malgastado mucho tiempo de mi vida en ganar dinero, vulgarmente hablando. No es que sea un tipo codicioso, pero había invertido mucho tiempo en mis labores profesionales. Y por el contrario, había descuidado una cosa que siempre me había acompañado desde niño, que era el hambre por el conocimiento. Había vivido de espaldas a ello. Me pareció muy interesante, dado que además me lo podía permitir, comenzar a visitar a las mejores cabezas pensantes a nivel mundial sobre el tema de las ECMs. Fue entonces cuando conocí a Stuart Hameroff en Phoenix (Arizona), a Sam Parnia en el Stony Brook University Hospital en Nueva York, a Michael Persinger en la Universidad Laurenciana de Ontario (Canadá). Es con el Dr. Persinger con quien más conexión personal he tenido. De hecho, cuando bromea me dice: «Tú eres el Persinger europeo». (Risas) Evidentemente, no lo digo con petulancia. Persinger es un científico de mucho prestigio, lleva toda la vida en ello, y yo sólo soy un modesto aprendiz, lo digo de todo corazón. Estoy aprendiendo sobre una serie de cuestiones que, además, ni siquiera me había planteado nunca, porque la manera como Persinger estudia la consciencia es tremendamente novedosa.

Entrevista al Dr. José Miguel Gaona

En El límite se abordan cuatro grandes cuestiones que resultan fundamentales. La primera de ellas, evidentemente, es la posibilidad de la vida después de la muerte. Ya trataste este asunto en tu libro anterior, Al otro lado del túnel, y ahora lo retomas en este otro volumen −El límite− que casi dobla en páginas al anterior. ¿Se trata de un estado del arte, una puesta al día de todas las investigaciones, incluidas las tuyas junto a otros prestigiosos científicos, que se han realizado al respecto desde la publicación de Al otro lado del túnel?

«En El límite acaricio todo lo que se sabe sobre la consciencia»

―Sí. Por eso se llama El límite. Es una especie de diario de a bordo. A medida que acumulas información lo haces de manera desestructurada y se hace necesaria cierta interrelación entre unas cuestiones y otras. Lo que intento en El límite es ponerlas en orden para que sea comprensible, sobre todo para su autor. (Risas) Y de rebote, para el lector. En El límite acaricio todo lo que se sabe sobre la consciencia, sobre todo en aquellos sitios que son punteros, e incluso me atrevo a asomarme al balcón del conocimiento, intentando prever por dónde puede seguir la investigación. Creo que es un libro único, aunque pueda sonar vanidoso para algunos. Lo que he descubierto en estos años es que la mayor parte de los científicos siguen −como es lógico− su propia línea de investigación, y en muchas ocasiones ignoran, como si llevaran anteojeras de caballo, lo que hacen otros. Quizá porque el tiempo se les consume en sus propios estudios; o tal vez porque cierto orgullo les hace ignorar el trabajo de los otros, que llevan otras investigaciones, muchas veces sobre el mismo tema, pero abordándolo desde otro punto de vista. Lo bueno de El límite es que intento fundir los conocimientos de todos, incluidos algunos trabajos en los que yo también he participado, de manera que cada uno de ellos aporta una pieza para poder contestar a la pregunta fundamental, que es: si acaso la consciencia pudiera trascender a la muerte, ¿cuáles serían los mecanismos? El único modo de aproximarse a ese misterio es siempre indirectamente, como si fuesen sombras visibles de una realidad que no podemos percibir. No estamos tan desarrollados como para conocer de manera directa, ni siquiera sabemos qué es la consciencia realmente.

Al igual que en Al otro lado del túnel, en El límite aportas muchas evidencias de que las ECMs constituyen un fenómeno genuino que en la mayoría de los casos ocurren en situaciones críticas y cuya complejidad es imposible de reproducir mediante experimentos científicos, y sin embargo, también muestras indicios que apuntan a que esa manifestación no procede del Más Allá, sino que se trata de un constructo del cerebro.

«Cada vez me interesa menos la muerte, porque el verdadero tema a investigar es la consciencia»

―Hago crítica a las diferentes hipótesis. Creo que ésa es la buena ciencia: jugar a ser abogado-científico del diablo. En Al otro lado del túnel planteaba qué son las ECMs, pero este objetivo, paradójicamente, me llevó a una conversación trascendental que tuve con Persinger, Hameroff y Raymond Moody, con quienes coincidí por separado en apenas un mes. Yo les decía que sospechaba que esto de las ECMs debíamos dejarlo atrás, que habría que centrarse más en la consciencia. Y los tres, en diferentes encuentros, contestaron afirmativamente. Ésa era la línea correcta de investigación. Cada vez me interesa menos la muerte, porque el verdadero tema a investigar es la consciencia. Así dejé atrás el estudio de las ECMs y comencé a imbuirme de otro tipo de preguntas: dónde estamos, cómo nos relacionamos, cómo nuestra consciencia pudiera estar almacenada en el cerebro, y además acariciar conceptos como la consciencia no local, que creo que es un concepto apasionante.

Ésa es la segunda cuestión fundamental que tratas en El límite: la localidad o no localidad de la consciencia. ¿Es nuestro cerebro una especie de dial que sintoniza con determinadas frecuencias existentes fuera de nuestro cuerpo?

«El cerebro sería una especie de antena»

―Sí. El cerebro sería una especie de antena o interface. De la misma forma que vemos imágenes en nuestro televisor y sabemos que ese tiroteo entre indios y vaqueros no ocurre dentro del televisor −la verdad es que tampoco ocurre en el estudio de TV que lo emite−, existen una serie de interfaces que nos transmiten una realidad, y esa realidad es probable −hay investigaciones muy interesantes al respecto, algunas de las cuales vuelco en El límite− que pudiera producirse en otros planos. Se ha observado que nuestra consciencia se refresca cada 20 milisegundos aproximadamente, en los que se carga y recarga. Es tan rápido −ocurre unas 50 veces por segundo− que no nos apercibimos de ello. Pero, ¿desde dónde se carga y recarga? ¿Cómo es posible que la consciencia se quede en blanco y de repente, paf, vuelva a conectarse?

¿Hay algún indicio de la existencia de esa consciencia no local?

―¿Por qué hay tantos fenómenos en los que un grupo de gente con gran afinidad emocional son capaces de percibir cosas que ocurren en otro lugar geográficamente distante? ¿Tiene que ver esto con las Experiencias Extra Corpóreas (EECs)? ¿Tiene que ver con que alguien sea capaz de ver el mundo desde una posición privilegiada desde lo alto mientras su cuerpo yace en una cama? ¿Es posible que podamos tener la sensación de que a una persona muy querida le haya sucedido algo en Sudamérica, a diez mil kilómetros de distancia, mientras nos encontramos en Madrid? Metido en faena, desde el punto de vista científico, existen unas cuantas explicaciones que podrían hacerlo plausible.

Entrevista al Dr. José Miguel GaonaEl Dr. José Miguel Gaona durante el II Encuentro Eleusino, que se celebró en la sacristía de la iglesia de Castilfrío (septiembre 2013)

¿Una consciencia universal?

―Es muy probable que haya una consciencia universal desde la que se van alimentando de manera individual nuestras consciencias y que sintonicemos con ese bocado de consciencia que nos ha tocado, y a partir de la cual nuestro cerebro genere la sensación del «yo», cuya disolución es justamente uno de los motivos por los que tememos a la muerte.

En el caso de existir una consciencia universal que lo gobernara todo, ¿dónde quedaría nuestro libre albedrío?

―Es una pregunta interesantísima. Se ha verificado que milisegundos antes de que pensemos hacer algo, ya hay una señal electroencefalográfica que indica que va a saltar esa idea en nuestro consciente. Entonces, ¿hasta qué punto es responsable alguien a la hora de apretar el gatillo? No digo que no lo sea, me refiero a dónde nace esa idea. La persona consciente cree que la ha tomado libremente. Tampoco significa lo contrario, pero no es exactamente así. Hay chispazos de voluntad que nacen de esa profundidad −no sabemos de dónde− en la que se ha tomado ya la decisión milisegundos antes de que uno decida apretar el gatillo. Sin embargo, nuestra percepción es que nosotros hemos tomado esa decisión. Esto abre una serie de interrogantes: ¿yo soy yo?, ¿quién hay detrás de mí? Luc Montagnier, el famoso premio Nobel, habla de partes de la molécula del ADN que servirían de sintonizador de esa consciencia de la que tendríamos esa retroalimentación constante.

¿En qué medida nos afectaría esa hipotética consciencia universal?

―No se sabe, pero existen pruebas de que esa consciencia podría verse alterada por diversos factores, como tormentas solares, radiaciones electromagnéticas, alteraciones bruscas de la corteza terrestre, etc. Sin embargo, a día de hoy estos factores no están identificados en su totalidad. Las variaciones de los campos magnéticos, en mayor o menor medida, pueden inducir estados alterados de consciencia. Hay estudios al respecto, muchos de ellos firmados por Persinger. Una diferencia de 5 ó 10 microteslas en el ambiente desencadena en algunas personas ataques epilépticos. Curiosamente, semanas antes del gran terremoto de Japón que causó la tragedia de Fukushima, hubo por todo el país oleadas de avistamientos de ovnis y denuncias a la policía por abducciones de extraterrestres.

¿Alucinaciones o estados alterados de consciencia?

―Estas alteraciones bruscas de los campos magnéticos producen en algunos individuos lo que los psiquiatras ortodoxos llaman alucinaciones. En cambio, otros científicos hablan de «desintonía del cerebro». Las corrientes subterráneas, por poner otro ejemplo, también provocan interferencias en los campos magnéticos. Muchas veces se ven seres fantasmagóricos o presencias en escaleras, habitaciones pequeñas o cuartos de baño, debido a que se producen deformaciones en el campo magnético en esos lugares que podrían propiciar que el cerebro sintonizase con ese otro tipo de realidades. Sin entrar en el terreno de las sustancias psicotrópicas, mediante mecanismos naturales también es posible generar estados alterados de consciencia. Hace años me sometí a una experiencia en una cámara de aislamiento sensorial. Sin luz, sin sonidos y flotando en un tanque de agua de salinidad muy alta, mi cerebro, carente de estímulos, comenzó a construir una realidad distinta. En Canadá conozco a un individuo que es experto en algo tan singular como son las sonorizaciones y acústicas de las cuevas. Lleva toda su vida estudiando este tema y las conclusiones a las que ha llegado son tremendas. En las cuevas donde se celebraban antiguos rituales, él se dedica a estudiar por qué el altar, por ejemplo, estaba localizado en un lugar determinado en el espacio. Se trata de un efecto del que han hecho uso los sacerdotes y los hechiceros desde el principio de los tiempos: frecuencias muy bajas, algunas subsónicas, emitidas oralmente o mediante instrumentos musicales, que rebotando en la acústica de ese enclave sagrado suelen converger en el centro del altar donde se celebra el ritual y provocan un trance en el individuo. Ya en la Antigüedad conocían esos secretos iniciáticos, y ahora es cuando nosotros estamos empezando a descubrirlos.

Antes hablabas de la sensación del «yo» y de su aniquilación como origen del miedo a la muerte, pero en El límite manejas la hipótesis de que este «yo», al que nos aferramos no sólo en vida, sino que también esperamos conservarlo después de morir, sea una ficción de nuestra psique.

«Es probable que nuestro “yo” sea una construcción artificial de nuestra consciencia»

―Creo que nuestra consciencia magnifica esa existencia del «yo». Es probable que nuestro «yo» sea una construcción artificial de nuestra consciencia, una fantasía de individualidad, y que seamos muy parecidos a otros que están al lado nuestro. Incluso que seamos prácticamente el mismo o lo mismo. Nuestra individualización, sin embargo, hace que nos consideremos distintos.

Si sentimos empatía por nuestros semejantes, ¿cómo no sentirla hacia nuestro propio reflejo en el espejo?

―Oscar Wilde decía: «El amor a uno mismo es el principio de un largo romance». (Risas) Es probable que la empatía tenga que ver con esas identificaciones del «yo». Existe un fenómeno muy interesante a este respecto: al identificar otra consciencia muy parecida a la nuestra, surge una sincronía entre ambas. En la Universidad Laurenciana hemos hecho experimentos con gente desconocida a quienes se les pedía que pasasen juntos unos minutos al día, no muchos, por la mañana y por la tarde. Antes del experimento les habíamos hecho encefalografías, y también posteriormente, al cabo de tan sólo tres o cuatro semanas. Transcurrido ese tiempo, estos grupos de nuevos amigos ya tenían sincronías electroencefalográficas. Es decir, sus cerebros ya oscilaban de la misma manera, con lo cual la percepción de multitud de sensaciones tendía a ser similar.

Se me ocurre que las parejas, aparte de compartir comportamientos obvios, suelen influirse muy sutilmente entre sí. Por ejemplo, a veces me reconozco en la risa de mi novia. Incluso hay parejas cuyas fisonomías acaban pareciéndose al cabo del tiempo.

―¿Y si fuese algo más allá? ¿Y si vuestras consciencias empezaran a unirse y esa disolución del «yo» −distinta del que hablábamos respecto a la muerte− comenzara a producirse entre vosotros? A veces he hecho una pregunta a reputados científicos: si se duplicase un cerebro exactamente, molécula a molécula, ¿dónde estaría la consciencia, dónde estaría la identidad? Las respuestas son con frecuencia un tanto confusas.

¿Por qué?

―Si duplicamos el cerebro, una parte de los científicos responde que el segundo sería distinto al primero. Y yo me opongo a esa idea, porque si fuese exactamente igual, hasta el último electrón, el segundo debería tener la misma sensación del «yo» que el primero, siempre bajo la premisa ortodoxa de que la consciencia se fabrica en el cerebro, no lo olvidemos. Es paradójico, porque desde el punto de vista de la ciencia ortodoxa sería incongruente sentir un único «yo» en los dos cerebros. Existe, sin embargo, otra posibilidad, no aceptada por la ortodoxia científica: si existiera una consciencia no local, ambos cerebros conectarían con esa misma consciencia y ésta se repartiría entre ambos.

Entrevista al Dr. José Miguel GaonaEl Dr. José Miguel Gaona, junto a Fernando Sánchez Dragó y Luis Eduardo Aute, durante el III Encuentro Eleusino en Castilfrío (noviembre 2013)

Quizá no se trate tanto de copiar la consciencia como de trasvasarla a un receptáculo electrónico, cibernético o incluso orgánico. La hipótesis del trasvase de consciencias se ha abordado en la ciencia ficción, que es un reflejo de otra de las inquietudes de nuestra época: la identidad y su pervivencia a toda costa en un mundo frágil e incierto.

―En 2013 se celebró Global Future 2045, un congreso científico sobre la inmortalidad en el que las mentes más privilegiadas del planeta tratan de obtener la vida eterna mediante la captación y el resguardo de la consciencia en un cuerpo sintético. El proyecto se llevará a cabo lo largo de cuatro etapas de diez años de duración, denominadas Avatar A, B, C y D, que finalizarán en 2045. La primera fase prácticamente se ha alcanzado ya: se ha creado un robot controlado por nuestro cerebro. Avatar B consistiría en trasplantar nuestro cerebro a un cuerpo artificial. Durante Avatar C deberíamos poder trasladar el contenido del cerebro a otro sintético. En 2045, si el desarrollo tecnológico es el esperado, crearíamos un holograma, un sistema electrónico capaz de reemplazar nuestro cuerpo y nuestra mente en el que pudiéramos seguir viviendo eternamente. Sin embargo, el gran problema a la hora de trasvasar la consciencia es, antes de nada, encontrar su ubicación.

Si no podemos trasvasar la consciencia, ¿existe alguna posibilidad de preservarla manteniendo nuestro cuerpo con vida eternamente?

«Creo que una vida de ochenta o noventa años es corta para la de cosas que se pueden hacer»

―Dentro de unas décadas −ojalá sea cuanto antes mejor− muchos tipos de muertes que existen en la actualidad serán impensables. Creo que es una derrota que una persona muera porque algún aspecto de su fontanería le ha fallado, porque haya una hemorragia intestinal, por ejemplo. ¿Por qué se tiene que ir el cerebro si se produce un infarto de miocardio o una insuficiencia renal? Lo más importante es el cerebro, y hay algunos proyectos en marcha, si no para resguardar esa consciencia para siempre, sí al menos para que podamos vivir mucho más tiempo, que sería lo adecuado. Creo que una vida de ochenta o noventa años es corta para la de cosas que se pueden hacer.

Volviendo a la sincronía de cerebros: ¿sería posible desarrollar una conexión global entre consciencias?

―En la Universidad Laurenciana hemos llevado a cabo investigaciones de entrelazamiento cuántico, en los que, mediante un toroide (generador de campos electromagnéticos) colocado en la cabeza de dos individuos separados hasta seis mil kilómetros de distancia, entre Berlín o Madrid y Sudbury en Ontario (Canadá), ambos pudieron experimentar sensaciones parecidas de manera sincronizada estimulando a uno solo de los sujetos con imágenes o sonidos.

Fascinante.

―Ésta es la vanguardia en investigaciones a este respecto. Por otro lado, existen experimentos con gemelos que también arrojan luz sobre este tema. Sobre todo son interesantes aquéllos con sujetos que nunca se habían conocido desde la infancia. Hay un libro excelente, publicado en noviembre de 2014, que es el estudio norteamericano más amplio −y más caro, todo sea dicho− que se ha realizado con gemelos. Los resultados fueron apabullantes. Los primeros gemelos que se presentaron iban vestidos exactamente de la misma manera, les gustaba la misma cerveza, se habían casado con una mujer que se llamaba igual en ambos casos, le habían puesto a su hijo el mismo nombre y se iban de vacaciones al mismo lugar geográfico en Estados Unidos. Y no se habían visto en la vida, ni siquiera tenían conocimiento el uno del otro. Con la segunda pareja de gemelos ocurrió algo muy similar, y así hasta más de veinte ejemplos. Es, sin duda, un reflejo de que existe algo detrás. Sin embargo, la gente cree que nace con el cerebro virgen. En el Hospital Monte Sinaí han publicado un artículo hace un mes sobre epigenética en el que los nietos e hijos de personas que han estado en campos de concentración, por ejemplo, tienen mayor número de alteraciones psicológicas. Y no es por haber estado en contacto con sus progenitores, sino porque algo los dejó marcados. ¿Dónde? ¿En su ADN, en su ARN, en una combinación de ambos? ¿Acaso ese ADN sintoniza con algo que no podemos explicar? Son aproximaciones que hace veinte años no se habrían concebido en ciencia, pero hoy en día los horizontes se van abriendo.

Me recuerda al modelo de consciencia de Penrose-Hameroff, tan popular en la actualidad.

―Stuart Hameroff, como sabes, es anestesista y profesor de la Universidad de Phoenix (Arizona). Hameroff estableció que la consciencia, o el vector para conectar con esa consciencia fuera del cráneo, se localizaba en unas estructuras infinitesimales de las células, en este caso de las neuronas, llamadas microtúbulos, que funcionan como mecanismos cuánticos, es decir, no sujetos al eje de abscisas y ordenadas del espacio y el tiempo. En nuestra última entrevista, sin embargo, Hameroff había orientado su teoría hacia un campo más amplio: no son sólo los microtúbulos del cerebro, sino los de otras partes del organismo, los que entraban en resonancia con esa consciencia extracorpórea. Y lo que dice tiene sentido. Nuestra identidad se fundamenta en los recuerdos, que se almacenan en unas moléculas llamadas neuropéptidos. Sorprendentemente, hay más neuropéptidos en otras zonas del organismo que en el propio cerebro. La propia descubridora de los neuropéptidos, Candace B. Pert, una de las principales investigadoras neurológicas a nivel mundial, admite que es muy probable que pudiéramos guardar recuerdos en esos otros órganos, no solamente en el cerebro. Cualquiera pensaría en el corazón como alternativa, pero, curiosamente, es en el estómago donde más neuropéptidos hay.

Entonces, si el cuerpo sirviera de receptáculo a esa memoria preexistente, ¿es el carácter, pues, el destino? ¿Hacen buena la frase de Heráclito estas investigaciones?

«El carácter se va formando, pero hay unas cartas marcadas desde niños»

―El carácter se va formando, pero hay unas cartas marcadas desde niños, desde que nacemos, incluso desde que estamos en el vientre de la madre.

¿Debemos luchar entonces contra ese determinismo?

―Sí, se puede luchar. Podemos modelarlo. El psicópata puede llegar a ser un asesino en serie o convertirse en un gran político. (Risas) Cuando Julian Assange desclasificó los papeles de WikiLeaks, había entre ellos un plan secreto de Inglaterra para casos de crisis extrema, como, por ejemplo, una guerra mundial. Se trataba de una lista de nombres de psicópatas en puestos de responsabilidad, porque consideraban que para una situación de ese tipo los psicópatas serían los que mejor habrían gestionado el Reino Unido. Y tenían algo de razón. En momentos como ésos, los sentimientos hay que dejarlos de lado y luchar por la pervivencia del propio país.

Entrevista al Dr. José Miguel Gaona

Tercera cuestión fundamental que abordas en El límite: la naturaleza de la realidad y su contraste con la percepción de los sentidos. ¿Lo que hay fuera de esta caja de calcio se parece a lo que percibimos?

―Ésa es la pregunta que me vuelve loco: ¿cómo es el mundo fuera de nosotros? Yo creo que sólo se parece a lo que vemos. Nos llevaríamos una gran sorpresa si nuestros cinco sentidos −vista, oído, olfato, gusto y tacto− se extendieran mínimamente. Hablo de estos cinco, no de otros. Sería una revolución en nuestra percepción del mundo. Imaginemos que fuésemos capaces de ver las radiaciones u oír los ultrasonidos. Todo cambiaría. Y si además existieran otras realidades paralelas −estoy convencido de ello−, quizá seríamos también capaces de percibirlas. Muchas personas sensibles tienen habilidades excepcionales, fuera de lo común, para intuir retazos ocultos de la realidad en la que nos encontramos inmersos.

Al principio de la conversación hablábamos de las drogas y las alteraciones que producían en la percepción. Modificando la química del cerebro con drogas o medicamentos, o aplicando campos electromagnéticos sobre el lóbulo temporal del cerebro −tal como explicas en el libro−, podemos provocar experiencias místicas y sobrenaturales que cambian nuestra representación del mundo. Si somos capaces de reproducirlas en un laboratorio de manera controlada, ¿significa eso que se trata de un fenómeno propio de la materia, no metafísico?

―Bajo el efecto de ciertas drogas y dentro de un entorno ritual que acompaña la ingesta, es posible ver otras realidades que nos acompañan −es mi punto de vista−, que es semejante a la aplicación de algún tipo de tensiones electromagnéticas sobre el cerebro. Lo «destuneamos» y somos capaces de percibir cosas que no vemos en condiciones normales.

¿Entonces todo aquello que bajo esos efectos se percibe es real?

―Habría que definir qué es la realidad. Que podamos estimular el lóbulo temporal derecho, por ejemplo, y así provocar sensación de presencias no quiere decir que esas presencias sean reales o que ese lóbulo temporal tenga la capacidad de detectarlas. Al igual que, si estimulamos la retina, podemos ver estrellas y no estamos en un viaje galáctico. O podemos estimular el nervio óptico y ver luces en nuestro cerebro, lo cual no quiere decir que nuestro nervio óptico pueda ver cosas a priori intangibles ni que sean necesariamente reales. Lo que estamos haciendo es una estimulación artificial de estructuras de las que no sabemos muy bien cuál es su finalidad no última, sino paralela, o adicional.

¿Es nuestra realidad, pues, una versión empobrecida producto del filtro de nuestros sentidos? ¿Al menos una simulación útil y consensuada?

«Nuestra realidad está capada»

―Claro. Y cuanto más fiel sea esta realidad común, la que todos compartimos, aumenta la adherencia a esa realidad y la posibilidad de supervivencia. De hecho, cuando nos enfrentamos a otros seres vivos que tienen otras particularidades en sus sentidos, nuestras posibilidades de supervivencia disminuyen. Hay animales que detectan los infrarrojos, otros que perciben los ultrasonidos. Estamos en inferioridad de condiciones. Y su realidad es tan real como la nuestra. Lo que ellos ven, sienten y perciben es totalmente real. Sin embargo, nuestra realidad está capada.

La diferencia de esas particularidades en los sentidos entre seres vivos fomenta el engaño en la naturaleza, ya sea como ventaja en la supervivencia frente a los depredadores o bien como superioridad en la depredación.

«La Naturaleza no es sincera»

―Los engaños son moneda común en la naturaleza. El leopardo que se sube a un árbol y parece parte del árbol te está engañando. La Naturaleza no es sincera. (Risas) Hay otros animales que se hacen los muertos. Otros que ponen señuelos a sus presas. Nosotros también somos simuladores. Cuando aprendemos algo, simulamos, por ejemplo, ser psiquiatras, escritores… Pero seguimos siendo los mismos, a pesar de esas etiquetas. Adoptar roles nos hace adoptar una conducta determinada.

Existe un mantra muy popular en el coaching motivacional −otro mal de nuestra época− que reza, en inglés: «Fake it until you make it» (Simúlalo hasta que lo asumas).

―Porque al final lo acabas siendo.

Se ha comprobado que, por ejemplo, sonreír puede levantarnos el ánimo. La comunicación entre el cerebro y los músculos de la cara no va en una sola dirección, es decir, el cerebro no sólo influye sobre la fisonomía, sino que forzar una sonrisa actúa también sobre el cerebro.

―Es verdad. Tengo un amigo psicólogo que prohíbe a sus pacientes depresivos hablar de su depresión, porque cuanto más inciden en lo mal que están, hay partes del cerebro en las que se acentúa esa sensación. Existen, por ejemplo, algunas sectas judaicas donde prohíben a sus hijos tener expresiones poco benevolentes con ellos mismos tan comunes en Occidente como decirse «¡Qué tonto soy!». Y es verdad: eso deja una huella en nuestros cerebros.

Entrevista al Dr. José Miguel Gaona

Si con la simple manipulación de los músculos de la cara podemos sugestionar nuestra respuesta cerebral, incidiendo directamente sobre el cerebro entonces seríamos capaces de producir efectos sorprendentes en nuestra percepción de la realidad. En El límite hablas de que has llevado a cabo investigaciones en este sentido.

―En la Universidad Laurenciana de Ontario, Persinger ha diseñado un artefacto que ha llamado el Casco de Dios, ya que permite inducir experiencias místicas en quien se lo pone. Altera la sintonización natural de nuestro cerebro que percibe la realidad tal como la conocemos. El Casco de Dios provoca un desbalance entre ambos hemisferios cerebrales estimulando primero el hemisferio derecho de manera muy intensa durante unos cuarenta minutos, para luego cortar bruscamente la estimulación y hacer lo mismo con el izquierdo siguiendo una serie de patrones copiados de los que se producen durante un ataque epiléptico. Se trata de una hiperestimulación. En ese instante, el hemisferio derecho, cargado de radiaciones, se ve invadido por el hemisferio izquierdo en lo que se denomina «hiperesferismo vectorial» y el calibrado de nuestro cerebro se colapsa. Entonces comenzamos a percibir otras cosas.

Creo que tú mismo te has sometido a experimentos con el Casco de Dios.

―Sí, en una ocasión, en la Universidad Laurenciana, dentro de una cámara de aislamiento. Tuve una experiencia extracorpórea, salí de mi cuerpo, vi lo que sucedía en derredor… cosa que es relativamente normal. (Risas)

Lo dices prácticamente sin pestañear.

―Pero es que en el laboratorio de Persinger están acostumbrados a este tipo de fenómenos. Sin embargo, en la Universidad Laurenciana han abandonado las investigaciones relacionadas con el Casco de Dios para centrarse principalmente en el enlazamiento cuántico, del que ya hemos hablado. Aunque parezca mentira, el Casco de Dios se les antoja ya poco interesante. (Risas) Pese a todo, las aplicaciones del Casco de Dios son numerosas: permite trabajar con campos magnéticos que reproduzcan distintos patrones cerebrales. Es como escuchar música: depende de la música que pongas, obtendrás una reacción u otra en los lóbulos temporales del cerebro. De esta manera, podría utilizarse en pacientes depresivos, por ejemplo.

Entrevista al Dr. José Miguel GaonaEl Dr. José Miguel Gaona probó a Fernando Sánchez Dragó en Casco de Dios durante el VII Encuentro Eleusino en Castilfrío (julio 2014)

¿Es el lóbulo temporal derecho el asiento del alma?

―Lo que vulgarmente llamamos alma no es otra cosa que la consciencia. Hasta ahora, como hemos visto, todos los proyectos para atraparla han fallado. Quizá una de las interpretaciones más elegantes que se pueden proponer es que el cerebro es como un avión, y la consciencia se expresa cuando el avión vuela. Tienen que darse una serie de circunstancias físicas para que un objeto metálico sea algo más que un pedazo de chatarra. Lo interesante de esta analogía es discernir si el avión lo es porque vuela, o si vuela porque es avión. Algunos científicos sostienen que el cerebro es como es debido a la influencia de la consciencia y no lo contrario. La consciencia provocaría cambios en la estructura del cerebro. Existen muchas pruebas bastante directas al respecto. Por ejemplo, en quienes practican yoga, en músicos que tocan un instrumento, en personas que meditan, se producen cambios en su cerebro que pueden observarse en una tomografía o en una imagen computerizada del cerebro. Lo más probable es que se trate de una retroalimentación de ambos factores, en la que el cerebro provee de una estructura básica para que esa consciencia se asiente, y, por otro lado, esa consciencia −el fenómeno más prodigioso en los seres humanos− adquiera tal capacidad que modifique la propia estructura orgánica que la origina. Muchos estudiosos se plantean cómo es posible que la consciencia pueda alterar el mundo material. Es muy sencillo: cuando coges un objeto con la mano, eso que hasta este momento era intangible −la consciencia− da órdenes mediante mecanismos que desconocemos a los centros motores para que la mano ejecute esa acción. Es una de las pruebas fundamentales de que la consciencia tiene un efecto sobre el mundo material. En este sentido, hemos llevado a cabo investigaciones con generadores de números aleatorios (GNA), que aportan pruebas indirectas de expansión de la consciencia fuera del entorno del propio cerebro.

Entrevista al Dr. José Miguel GaonaTres heterodoxos en Castilfrío: el Dr. José Miguel Gaona, Fernando Sánchez Dragó y Antonio Escohotado (julio 2014)

Te refieres al Psyleron, del que hablas en El límite. He aquí la cuarta cuestión fundamental que abordas en el libro: la influencia de la mente sobre la materia. ¿Qué pruebas aporta el Psyleron en este asunto?

―Se trata de un aparato diseñado en la Universidad de Princeton que crea secuencias de números al azar a razón de 200 por segundo, algo que es bastante complejo de realizar, ya que el azar como tal no existe. Lo que existe son situaciones para nosotros inexplicables y que atribuimos al azar. Una bolita en el bombo de la lotería creemos que cae por azar, pero si tuviéramos las fórmulas complejas que rigen su comportamiento, sabríamos exactamente qué bolita va a salir. Los parámetros del Psyleron que yo utilizo para mis experimentos están calibrados igual que los utilizados en Princeton y en la Universidad Laurenciana. Su software genera múltiples secuencias de números aleatorios por segundo e imprime en tiempo real los resultados en una gráfica, que matemáticamente deben corresponderse con una Campana de Gauss. Cualquier secuencia de números al azar, estadísticamente, no sobrepasará nunca los límites de esa curva. Y sin embargo, en determinadas ocasiones, ocurre.

¿Cómo es posible?

―Porque algo está influyendo sobre el aparato, particularmente la atención y la intención del observador. Con el Psyleron perfectamente calibrado, hemos apreciado que varias personas reunidas en una sala pueden influir en la generación de números aleatorios. Suena a magia, pues se trata de un aparato informático. En última instancia, funciona con un algoritmo matemático con secuencias de unos y ceros, de manera que no debería alterarse su funcionamiento por la simple presencia de personas a su alrededor.

¿Y entonces por qué se distorsiona su mecanismo?

«Nuestra psique influye sobre fenómenos que la ciencia ortodoxa no explica»

―Ésa es una pregunta fundamental. La interferencia producida se denomina «efecto túnel de electrones». Existe una constante atómica que gobierna el comportamiento de los electrones implicados en estos circuitos electrónicos para producir números aleatorios, pero, en un momento dado, la constante falla y el haz de electrones es desviado de una manera o de otra. El comportamiento del Psyleron podría demostrar la influencia de nuestra psique sobre fenómenos que la ciencia ortodoxa no explica. Por ejemplo: ¿cómo es posible que nuestras emociones, nuestra mente, nuestra consciencia en definitiva, puedan alterar situaciones de nuestro entorno? Esto nos daría pistas sobre numerosas manifestaciones psicológicas: el poder de la oración, el trastorno de somatización, la influencia de unas personas sobre otras, el poder de grandes grupos de pensamiento y consciencias unidas sobre evidencias tangibles a nuestro alrededor. Abre toda una perspectiva, va más allá de lo que son los fríos números aleatorios.

¿Estaríamos hablando de una especie de telequinesis inconsciente? En tu libro hablas de «microtelequinesia».

―Muy probablemente. Por ejemplo, Bruce Greyson, uno de los autores líderes en este tipo de cuestiones, a pesar de su escepticismo lleva a cabo una línea de estudio en personas con ECMs que a partir de ese episodio comienzan a estropear aparatos electrónicos, se les encienden, se les apagan, hacen explotar bombillas. Ese tipo de fenómenos que aparecen en las películas están basados en la realidad. Hay personas que tienen una «susceptibilidad electromagnética».

Después de haber recopilado todo este conocimiento que hemos resumido en esta entrevista, ¿crees que la consciencia −aunque no puedas asegurarlo− pervive tras la muerte?

―Quedan huellas de tipo electromagnético intangibles que están alrededor nuestro, que muchas veces pueden ser recuperadas. Hay una energía, medible gracias a determinados aparatos, que deja rastro; y hay personas muy sensibles que son capaces de recuperarla de la misma forma que se puede recuperar la estructura lumínica de una habitación en el siglo XIX a través de una fotografía y así reconstruir lo que ocurría en aquel lugar y tener acceso a una realidad de la que hasta ese momento no éramos conscientes. Lo que me temo que no está tan claro es que, tras la muerte, ese «yo», al que he hecho mención en cuanto a la disolución del mismo, deje una huella tal como lo afirman las religiones, en las que se reproduce la misma vida terrenal, pero mejorada, con jardines, árboles frutales y cantos de pájaros. Aunque a lo mejor nos llevamos una sorpresa. El problema es: ¿nuestro «yo» será capaz de identificar esa consciencia? ¿Seremos nosotros mismos testigos de lo que ocurra? La consciencia humana tal como la conocemos consiste fundamentalmente en un eje: el reconocimiento de uno mismo. ¿Traspasado el umbral de la muerte, habrá un «yo» para reconocer esa consciencia o por el contrario esa consciencia individual flotará en un éter unida a la consciencia de los demás en un proceso inmortal y eterno?

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